Buscando refugio, salvando un pueblo
La pandemia ha traído a un pueblo español (Gósol) lo que más necesitaba: gente
- Fuente: NICHOLAS CASEY para el New York Times
- Fotos : Samuel Aranda con la Hasselblad 907X 50C
GÓSOL, España — El castillo que corona la colina sobre el pueblo de Gósol solía ser uno de los más grandiosos de la frontera de España y Francia, con vistas a fértiles granjas y bosques ricos en madera que se extendían hasta las nubladas cimas de las montañas.
Ahora el castillo está en ruinas y, hasta el año pasado, Gósol también había atravesado tiempos difíciles. El censo de la ciudad había disminuido en casi todos los conteos desde la década de 1960. La escuela estuvo a punto de cerrar por falta de alumnos. El alcalde incluso visitó los programas de televisión y le suplicó a sus compatriotas: vengan a Gósol o el pueblo desaparecerá.
Fue necesaria una pandemia para que los españoles le prestaran atención a su llamado. Entre quienes hicieron las maletas estaba Gabriela Calvar, una mujer de 37 años que era dueña de un bar en un pueblo costero cerca de Barcelona, pero lo vio colapsar durante los cierres del año pasado y se mudó a la localidad montañosa para comenzar de nuevo.
María Otero, una diseñadora web que descubrió que podía teletrabajar, llevó a su esposo y sus tres hijos a Gósol, el lugar donde nacieron sus abuelos, pero que solo visitaba durante los veranos cuando se la pasaba ordeñando vacas.
Fue un raro rayo de luz en medio de una época turbulenta: unas 20 o 30 personas se mudaron a un pueblo menguante de 140 almas, donde incluso la pequeña escuela ubicada en la plaza del pueblo recibió una segunda oportunidad cuando los padres comenzaron a inscribir a sus hijos allí.
“Si no fuera por el covid, la escuela se hubiera cerrado”, dijo Josep Tomás Puig, de 67 años, cartero jubilado de Gósol que se pasó la vida viendo cómo la generación más joven se marchaba hacia las ciudades de España. “Si se cierra la escuela, se cierra el pueblo”.
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Samuel Aranda para The New York Times
Para 2015, la situación se había vuelto crítica. El número de residentes permanentes era de 120 y comenzó a disminuir. El alcalde salió por televisión advirtiendo, entre otras cosas, que la escuela estaba a punto de cerrar porque quedaban cinco alumnos. Pidió que las familias jóvenes de otros lugares repoblaran la ciudad.
Rafael López, un exempresario de energías renovables cuyo negocio colapsó en la crisis financiera de 2008 se interesó en la población. “Mi madre me lo comentó. ‘He visto esto por la tele y tal’”, explica López. “Y le dije: ‘Mira, qué te parece si mañana cogemos el coche y vamos a echar un vistazo a ver qué es lo que hay’”.
Durante los meses siguientes, cientos de personas se acercaron a Gósol. Dijeron que estaban impresionados por las casas pintorescas y el castillo en ruinas en la cima de la colina. Decían que les gustaba la brisa fresca de las montañas y el tintineo de los cascabeles de las vacas que se escuchaba sobre las laderas.
Sin embargo, al final, solo López y otras dos familias se mudaron a Gósol en los años previos a la pandemia.
López, quien dijo que se sentía atraído por el pueblo porque “no le gusta la gente”, dijo que su nueva vida también tiene desventajas. Las fiestas del pueblo pueden ser ruidosas, dijo. El año pasado, una tormenta invernal dejó a la ciudad sin electricidad, y a muchos sin calefacción, durante dos días. Las otras dos familias que se ofrecieron como voluntarias para mudarse con él finalmente se fueron.
Cuando el coronavirus comenzó a propagarse el año pasado, España entró en otra crisis económica, de una escala incluso mayor que el colapso que López experimentó en 2008.
En Castelldefels, un pueblo costero al suroeste de Barcelona, la vida empezaba a ponerse patas arriba para Calvar, la dueña del bar que llegó a Gósol en septiembre. Los encierros de España habían diezmado su pub. Y después de que se cancelaron los vuelos, su trabajo secundario como asistente de vuelo en una aerolínea española de bajo costo no la ayudaba.
Samuel Aranda para The New York Times
“Yo soy mamá soltera, con dos niños”, dijo Calvar. “Tuve que decir, ‘vamos a plantearnos la vida, qué podemos hacer’”.
Vio su oportunidad cuando, al pasar un día por Gósol, Calvar se enteró de que el dueño de la tienda de abarrotes de la plaza estaba buscando vender el negocio.
La llegada de Calvar anunció una gran noticia para el pueblo: el dueño de 90 años por fin pudo jubilarse; la tienda de comestibles, una de las dos de la ciudad, siguió funcionando; y Calvar inscribió a sus dos hijos en la escuela, que ahora tiene 16 estudiantes.
La escuela, un lugar con sillas y mesas para niños, planetas de papel que cuelgan del techo y una incubadora que calienta huevos, está cerca de la plaza. En un día reciente, ahí había dos profesoras durante el almuerzo. Si bien las llegadas de adultos parecían comenzar de nuevo en Gósol, dijeron, los niños parecían estar un poco obsesionados por la vida que dejaron atrás.
“Hay una niña, hay dos o tres, que se han vuelto mucho más cerradas, que les cuesta más relacionarse con los otros”, dijo Carla Pautas, la directora. “Es como que se han acostumbrado estos meses a estar solas”, respondió Anna Boixader, la otra maestra.
María Otero, diseñadora web que podía hacer teletrabajo, se mudó a Gósol con su esposo y sus tres hijos.
Samuel Aranda para The New York Times
Las clases terminaron a las 5:00 p. m. y María Otero, que se había trasladado a Gósol desde Barcelona el pasado mes de junio y ahora teletrabaja, estaba esperando a dos de sus hijos, de 6 y 7 años. Tenía algo de ventaja sobre los demás recién llegados: sus abuelos eran de Gósol y ella había pasado los veranos en su granja. Ahora sus hijos vivían en la aldea de su familia.
Había algo de pesar en su voz cuando pensó en el fin de la pandemia y en la presión que sabía que inevitablemente surgiría para regresar a Barcelona. No quiere que Gósol desaparezca, dijo.
Pero estaba optimista. Dice que, durante sus años repartiendo el correo, se hizo una idea del lugar y ha hablado con todos en Gósol; la jubilación le ha permitido filosofar sobre el destino del pueblo.
“Cuando yo tenía 10 años, aquí en la plaza, ya empezaban la gente a venderse las casas, en los años 60, todos para Barcelona”, recordó. “Y muchos te decían: ‘Los que se quedan aquí no sé qué van a hacer, si de aquí a dos días solo habrá ardillas, y zorros corriendo por aquí’”.
Hizo un gesto hacia la calle, donde no se veía ningún zorro.
“Pues todavía no ha pasado”, dijo.
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